La industria de los videojuegos es probablemente el sector más curioso del mundo del entretenimiento. Un medio que pese a su juventud, poco más de cincuenta años, no solo ha sufrido ya una crisis salvaje, la debacle de Atari en el ochenta y tres, sino que además ha logrado superarla hasta erigirse como la rama más rentable del ocio popular. En 2022, el sector del videojuego facturó más de ciento setenta mil millones de euros, superando los beneficios del mercado cinematográfico y el discográfico combinados. Una cifra especialmente meritoria teniendo en cuenta que en sus orígenes estos jueguecillos eran productos de nicho, distracciones para quienes atisbaban universos hacia los que aventurarse al observar puñados de píxeles toscos.

Los avispados no tardaron en intuir que este emergente mercado lúdico suponía un nuevo formato de escaparate para las grandes empresas. En 1983, a los creativos de Coca-cola se les ocurrió regalar ciento veinticinco misteriosos cartuchos de Atari entre los asistentes a una reunión de ventas. En el interior de los circuitos de cada uno de aquellos obsequios habitaba un videojuego que nunca llegó a lanzarse comercialmente, pero se convirtió en leyenda: Pepsi invaders. Una versión del clásico Space invaders en donde una lata de Coca-cola volatilizaba a tiros varias hileras de amenazantes letras que deletreaban el nombre de la empresa rival.

Con el tiempo, resultó evidente que el medio era amistoso con todo tipo de argucias publicitarias. En 1992, un plataformas llamado Zool aterrizó en los ordenadores Amiga con la sincera intención de hacerle frente al mismísimo Sonic de Sega. Y se presentó abrazando el product placement sin rubores, apadrinado por unos Chupa-chups cuya omnipresencia salpicaba los escenarios iniciales, aquellos niveles que los jugadores, por torpes que fuesen, contemplarían más a menudo. Poco a poco, muchos otros divertimentos tantearían los patrocinios ideando nuevas técnicas de marketing entre las que se encontraba el advergaming, la idea de construir un juego alrededor de una marca. Bajo dicha premisa, el emporio McDonald’s produjo M. C. Kids en NES o Global gladiators y McDonald’s treasure land en Megadrive, juegos de plataformas, la moda en los ochenta y noventa, donde las tramas, items, escenarios e incluso los protagonistas estaban fabricados a partir de elementos de la cadena de restaurantes. Entretanto, en 7-Up tuvieron la simpática ocurrencia de agarrar el logotipo del refresco, y extirpar el punto rojo del mismo para convertirlo en un héroe de consolas carismático. Una chapa roja chulesca que protagonizaría su propia saga a través de numerosas máquinas y generaciones: Cool spot, Spot goes to Hollywood o Spot: the cool adventure. Una buena parte de estos advergames noventeros destacaban por no ser creaciones menores, sino lanzamientos con notables valores de producción, concebidos por programadores con renombre. La jugada en esos casos era redonda, el público compraba y disfrutaba cartuchos que para la empresa eran vehículos publicitarios impecables.

A finales de la segunda década de los dos miles, el medio ya había tanteado todas las ramas del marketing promocional imaginables. Ropa deportiva real en la equipación de los jugadores de FIFA, anuncios en vallas publicitarias que modificaban su contenido de manera dinámica en las autopistas de Burnout paradise o en los campos de batalla de Mercenaries 2, spots en vídeo insertados en los juegos gratuitos para móviles e incluso gigantescos eventos mundiales de artistas y franquicias celebrados sobre las tierras de Fortnite o los mares de Sea of thieves. Pero aún faltaba por presentarse en escena otro tipo de estrategia inesperada: el marketing distópico.

El 2019, tras cuatro años de desarrollo y con un presupuesto que la revista Forbes calculó entre los sesenta y los ochenta millones de dólares, se lanzó oficialmente Death stranding. Una aventura emplazada en un futuro distópico y concebida por el legendario autor de culto Hideo Kojima, creador de la saga Metal gear y amigo de arriesgar con ideas locas. Su Death stranding poseía alma y ambiciones de superproducción: un reparto con nombres como los de Norman Reedus (The walking dead), Léa Seydoux (La vida de Adèle), Mads Mikkelsen (Hannibal), Margaret Qualley (Érase una vez en Hollywood), Guillermo del Toro (director de El laberinto del fauno), Nicolas Winding Refn (responsable de Drive) o Edgar Wright (creador de Shaun of the dead); una banda sonora con temas de Low roar, Chvrches, Bring me the horizon o Major lazer; una trama que se mantuvo celosamente en secreto hasta el último momento, y unas cuarenta horas, como poco, de juego por delante.

Death stranding también se estrenó acompañado de un malabarismo publicitario inesperado. Una alianza comercial entre Kojima y la bebida energética Monster para que la segunda se introdujera en el universo del primero. En la aventura, el protagonista del relato (Reedus) no solo bebía latas de Monster sino que también portaba su merchandising. En la práctica, el brebaje no era un mero elemento estético sino parte activa del juego, porque los tragos de bebida aumentaban temporalmente la resistencia del personaje. Al otro lado de la pantalla, los jugadores cuestionaron la treta publicitaria alegando disonancias, pues en el marco de una historia post-apocalíptica se les antojaba extraña la presencia de una multinacional de bebidas de nuestro mundo. Sobre el papel, Death stranding cosechó alabanzas de la crítica mientras trepaba las listas de ventas. Y la muy comentada polémica del product placement finalmente resultó beneficiosa: tras el estreno del juego, el valor de las acciones de Monster se disparó hasta picos que hacía semanas que no coronaba.

A la larga, aquel precedente de marketing distópico propiciaría un curioso discípulo. En 2020, Cyberpunk 2077 llegó a las tiendas, ocho años después de su primer anuncio oficial. Se trataba de un videojuego muy esperado, ubicado en otro futuro distópico donde Keanu Reeves ejercía de estrella coprotagonista. Un producto de costoso desarrollo, casi doscientos millones de dólares, y una colosal campaña promocional previa. Y también una obra que, desgraciadamente, se convertiría en uno de los lanzamientos más catastróficos de la historia del entretenimiento: se publicó inacabada, repleta de bugs y problemas que obligaron a retirar copias en circulación y devolver el dinero a los consumidores. Lo interesante es que, antes del desastre, el juego también fue objeto de una ocurrencia publicitaria que evocaba a la cafeína de Death stranding, pero en el sentido inverso. Porque sus responsables llegaron a un acuerdo con la compañía Rockstar energy para fabricar en el mundo real una bebida energética, llamada Samurai cola, concebida como parte del universo Cyberpunk 2077. En realidad, el product placement a base de taurina no era el único nexo con Death stranding que poseía aquel futuro cibernético: en una de las misiones de la aventura, los jugadores podían visitar el pub de un lujoso hotel, y localizar entre sus sillones a un hombre con pinta de autor de culto, y la misma fisonomía que ese japonés llamado Hideo Kojima. El visionario inventor del marketing distópico.